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martes, 26 de marzo de 2019

CON SEXTO TRABAJAMOS MITOS " TESEO Y EL MINOTAURO"

Teseo y el Minotauro


Egeo, rey de Atenas, recibió un mensaje del oráculo de Delfos: – No contraigas matrimonio con una extranjera pues semejante unión traería grandes desgracias a Atenas y al pueblo ateniense.
A pesar de estas profecías, el joven Egeo se enamoró de Etra, la hija menor del rey de Trecén, y se unió a ella sin pensar en las consecuencias. Por las noches, sin embargo, las amenazantes predic-
ciones del oráculo lo hacían padecer grandes temores respecto al
destino de su pueblo.
Egeo y Etra concibieron un hijo a quien llamaron Teseo. El rey de Atenas, agobiado por sus padecimientos, decidió regresar a su patria dejando al niño en Trecén con su madre y su abuelo. Llevó entonces a su esposa a las afueras del palacio, se detuvo junto a una inmensa roca y le habló así: – ¡Etra, esposa mía! Bajo esta roca ocul-taré mis sandalias y mi espada. Trae a Teseo hasta este lugar cuando haya crecido en altura y sabiduría y ordénale que las desentierre. Si llega a Atenas vistiendo estas prendas, sabré que es mi hijo y lo haré heredero de mi reino, al que ahora debo regresar.

Teseo se crió en el palacio de su abuelo paterno sin conocer el nombre de su padre y se dice que, desde muy pequeño, recibió la especial protección de Poseidón, dios del mundo de los mares. Se
destacó como un niño fuerte y valiente. Su abuelo, el rey de Trecén, le enseñó a conocer las estrellas, a lanzar la jabalina y a empuñar la espada.
Un día, cuando Teseo tenía siete años, Hércules llegó de visita al palacio; para comer más cómodamente, se quitó la piel del león de Nemea -con la que siempre se cubría desde que había logrado derrotar a la fiera en una terrible lucha cuerpo a cuerpo- y la dejó sobre uno de los bancos del jardín. Algunos invitados que llegaban tarde a la mesa no osaban entrar creyendo que el animal estaba vivo pues aquel despojo parecía dotado de movimiento. Algunos niños vieron la figura de la bestia recostada sobre el banco y huyeron despavoridos gritando: – ¡Un león, un león!
Pero Teseo no tuvo miedo: arrebató un hacha a un criado y se abalanzó sobre la fiera dispuesto a vencerla. Hércules detuvo su brazo, pero le agradó la valentía del muchacho y lo animó a que
siguiera sus pasos: – ¡Niño Teseo! Tu nombre será siempre recordado entre los nombres de los héroes.

Cuando Teseo cumplió dieciséis años, Etra lo llevó hasta el lugar que Egeo había elegido como escondite y mostrándole la inmensa roca le dijo: – ¡Teseo, hijo mío! Debajo de esa roca encontrarás las sandalias y la espada de tu padre que no es otro que Egeo, el rey de Atenas. Recupera esas prendas y preséntate con ellas en Atenas donde Egeo te reconocerá como su hijo-. Ante el asombro de Etra, Teseo corrió sin esfuerzo la pesada piedra. Sin esperar un minuto, se calzó las sandalias y se ciñó la espada de su padre, al tiempo que interrogaba: – ¿Dónde está Atenas?

Para llegar a Atenas, Teseo podía seguir dos caminos: el maríti-
mo, fácil y seguro, porque las naves de Trecén unían constantemen-
te ambas ciudades, o el terrestre, muy peligroso por la cantidad de
bandidos que infestaban su recorrido y que eran el terror de los
viajeros. Teseo, para probarse a sí mismo, escogió este último e
inició su viaje para ser reconocido como hijo del rey. En ningún
momento el joven sintió temor por los peligros que podrían presen-
tarse a lo largo del viaje. Al contrario, deseaba imitar las hazañas de
su admirado Hércules.

El primero en experimentar la valentía de Teseo fue Perifetes,
un poderoso salteador de caminos. El bandido manejaba con gran
habilidad una enorme maza de bronce con la que aplastaba a los
viajeros para robarle todo lo que transportaban. – ¡Forastero!,
-gritó Perifetes a Teseo apareciéndose de pronto ante el joven en
medio de la soledad del camino-. ¡Entrégame tu morral!
La voz del bandido era fuerte
y ronca y su mirada, feroz. Todos
los viajeros se sentían aterrori-
zados en su presencia.  Teseo, en
cambio, reaccionó con tal rapi-
dez que en un segundo había
logrado arrancarle la pesada
maza de bronce de su mano
derecha y, sorprendiendo al ban-
dido, le asestó un golpe que lo
dejó allí, tendido e inmóvil.
Teseo continuó la marcha llevan-
do consigo la maza que guardó
como trofeo de su primera victo-
ria.

En la costa del mar de Salamina, apostado entre las rocas, Teseo
encontró a Escirón. Este malvado obligaba a los viajeros a lavarle
los pies en las aguas del mar. Cuando los desgraciados llegaban al
borde del precipicio, debían agacharse para complacerlo; en ese
momento, Escirón les pegaba un soberano puntapié que los arroja-
ba a las olas y gritaba: – ¡Vete, viajero, a alimentar a las hambrientas
tortugas!-.
Cerca de la costa, verdade-
ramente, habitaba un grupo de
tortugas de gran tamaño.
Teseo logró hacer un rápido
movimiento y fue Escirón el
que cayó a las aguas. Se dice
que una vez devorado por las
tortugas, sus huesos se trans-
formaron en los arrecifes y
escollos que se hallan todavía
en aquel lugar. ra victoria.
Entre tanto, las hazañas de Teseo habían llegado a oídos de los
atenienses que creían que el joven era un heredero de Hércules en
el mundo de los héroes. Nadie pensaba, sin embargo, que Teseo
fuese el hijo del rey. Un día, cuando vieron entrar por la puerta de la
ciudad a un muchacho que vestía larga túnica blanca y portaba una
hermosa cabellera rizada, algunos atenienses se burlaron de él:
–¡Vaya, vaya, mirad al forastero! -se gritaban unos a otros-. ¡Obser-
vad sus largos rizos! -comentaban entre risas.
Teseo no respondió a las burlas y siguió su camino hacia el pala-
cio. Al verlo llegar, el rey de Atenas le dijo: – ¡Joven forastero! Han
llegado hasta mí las noticias de tus hazañas. ¡Acompáñanos al ban-
quete y me deleitaré con tus relatos!
En los años transcurridos desde su regreso a Atenas, el rey Egeo
había vuelto a contraer matrimonio. Su nueva esposa era Medea,
una terrible hechicera. Teseo desconocía el matrimonio de su
padre. Pero Medea adivinó que aquel joven que acababa de llegar
podía ser un peligro para su ambición de que un hijo suyo fuese el
heredero del trono de Atenas. Así que trazó un plan.
– ¡Egeo, esposo mío!, -susurró la hechicera al oído del rey-.
¡Ofrece al forastero esta copa de vino! Medea había echado veneno
en aquella copa pero en el momento en que el rey extendía su mano
para ofrecerle el vino, Teseo sacaba la espada que le había dado su
madre para cortar con ella un trozo del cordero que se hallaba en
una gran fuente de plata justamente delante de Egeo. Entonces el
rey reconoció la espada, volvió sus ojos hacia los pies del viajero y
comprendió inmediatamente todo lo que ocurría.
–¡Teseo, hijo mío, no bebas
de ese vino! -gritó Egeo al
tiempo que alejaba la copa de
los labios de su hijo.
Habiendo fracasado en su
empresa, Medea debió huir de
Atenas expulsada por Egeo, y
todo el pueblo reconoció a
Teseo como legítimo heredero
del rey.

La llegada de un heredero fortificó los ánimos de los atenienses,
que padecían desde hacía años una cruel tortura. La ciudad de
Atenas era poco dada a las guerras y más bien sobresalía por sus
éxitos en el arte y el deporte.
Años antes de la llegada de Teseo, como ocurría habitualmente,
se habían celebrado grandes juegos deportivos en Atenas y en ellos
habían participado atletas de diversas ciudades. En esa ocasión,
Androgeo, hijo de Minos, rey de Creta, resultó triunfador. Los
atenienses, celosos de la fuerza y la habilidad de Androgeo, lo desa-
fiaron a enfrentar al toro que años después caería vencido ante
Teseo. Pero la bestia dio muerte al príncipe de Creta.
Minos, al conocer la trágica
noticia, juró vengarse reunien-
do a su ejército para enfrentar
a Atenas. Los atenienses, que
carecían de recursos para
vencer en una guerra, decidie-
ron consultar al oráculo: – Si
queréis evitar la guerra, -sen-
tenció el oráculo-, negociad y
aceptad las condiciones que
proponga el rey de Creta.
El rey cretense recibió entonces a los enviados de Egeo. – Habéis
asesinado cruelmente a mi hijo -les dijo-. Las condiciones para la
paz son las siguientes: Atenas enviará cada nueve años siete jóvenes
y siete doncellas a Creta, para que paguen con su vida la vida de mi
hijo. Los atenienses servirán de alimento al Minotauro.

El Minotauro era un ser monstruoso, una bestia con cuerpo de
hombre y cabeza de toro, que emitía por su boca extraños bramidos
no articulados, mezcla de bufido y ronquido, en los que parecía per-
cibirse un soplo de tristeza. A cada luna nueva, era imprescindible
alimentar al Minotauro con carne humana. Para esconder al mons-
truo, Minos había encomendado a Dédalo, el famoso arquitecto,
construir un laberinto. Minos ofreció a los atenienses una única
concesión: – Si un joven ateniense logra vencer al monstruo, Atenas
quedará libre de esta carga.
Los enviados se vieron obligados a aceptar aquel atroz tributo.
Dos veces habían pagado ya los atenienses el terrible precio
pues dos veces siete doncellas y siete jóvenes habían navegado
hacia su fatal destino. Esta vez, sin embargo, Teseo se hallaba en
Atenas cuando llegó el día en que se debía sortear el nombre de las
víctimas. El heredero del rey dijo: -¡Poned mi nombre en primer
lugar!
Al día siguiente, Teseo y sus compañeros se embarcaron rumbo
a Creta. El rey despidió a su hijo entre sollozos: – ¡Teseo, hijo mío,
que los dioses te protejan! La nave que te conduce lleva velas
negras. Cuando regreses vencedor del Minotauro, cámbialas por
velas blancas. De ese modo, a la distancia conoceré la noticia de tu
victoria.

Teseo prometió a su padre que cambiaría las velas y la nave
zarpó. El Minotauro, recluido en su laberinto, esperaba su alimento.
Desde que Teseo partió, su padre subía cada día hasta el punto
más alto de la ciudad de Atenas para ver si divisaba las velas blancas
del barco que lo traería de regreso.

El rey Minos recibió a los atenienses ataviado con bellas vesti-
duras; deseaba conocer al joven Teseo de cuya valentía había oído
hablar. Al recibirlo exclamó: – Me han dicho, Teseo, que el dios
Poseidón te favorece. Si es así, pídele que te ayude a recuperar mi
anillo.
Diciendo estas palabras, Minos arrojó su anillo al mar. Como el
rey ponía en duda la protección de Poseidón, Teseo estaba dispues-
to a realizar cualquier prueba. Se arrojó entonces al mar.
Poseidón lo recibió con alegría. Estaba sentado en un carro de
oro tirado por grandes peces. Bastó una señal suya para que un
veloz delfín recuperara el anillo y lo pusiera en manos del mucha-
cho. Segundos después, Teseo emergió de las aguas con aspecto
triunfante pues llevaba el anillo en una de sus manos y, sobre su
cabeza, una magnífica corona, regalo de Poseidón.
La belleza del héroe, saliendo deslumbrante del mar, despertó
un amor incontenible en el corazón de Ariadna, hija del rey de
Creta.

En Creta, los jóvenes atenienses fueron alojados en una prisión
a la espera del momento en que el primero de ellos ingresara al
laberinto. En un momento de la primera noche, la joven Ariadna,
hija del rey de Creta, una bella muchacha de cabellos rojizos, burló
a los carceleros y logró acercarse a Teseo.
–Valiente Teseo, -le dijo- toma este ovillo de hilo dorado y,
cuando entres al laberinto, ata el extremo del hilo a la entrada y ve
deshaciendo el ovillo poco a poco. Así tendrás un guía que te permi-
tirá encontrar la salida.
El laberinto era una construcción sombría y tenebrosa de entre-
cruzados pasillos e intrincadas galerías; en él, se bifurcaban de tal
modo los caminos que resultaba imposible encontrar la salida. Al
separarse de Teseo, Ariadna le preguntó, con voz conmovida: – Al
salvar tu vida, pongo en peligro mi propia vida; si mi padre sabe que
te he ayudado, su enojo será inmenso. ¿Me salvarás tú a mí?-. Y
Teseo se lo prometió.

Al llegar la mañana, Teseo pidió ser el primero en ingresar al
laberinto. Una vez allí, ató una de las puntas del ovillo a una piedra
y comenzó a adentrarse lentamente por los pasillos y las galerías;
fue soltando el hilo a través de su recorrido sin dejar de apretar el
ovillo que se iba empequeñeciendo en una de sus manos. Con la
otra, sostenía la espada de su padre.

A cada paso aumentaba la oscuridad. El silencio era total hasta
que, de pronto, comenzó a escuchar a lo lejos unos fuertes resopli-
dos. El ruido era cada vez mayor. Por un momento Teseo sintió
deseos de escapar. Pero se sobrepuso al miedo e ingresó a una gran
sala. Allí estaba el Minotauro.
El monstruo era terrible y aterrador como Teseo jamás hubiera
imaginado. Sus mugidos llenos de ira eran ensordecedores. Con un
espantoso bramido, la bestia arremetió contra el joven intentando
clavarle sus cuernos y empujándolo con fuerza sobrehumana.
Teseo resistió sus embates. Cuando logró separarse a una corta
distancia, tomó fuerzas, se lanzó sobre él con la espada en alto y le
atravesó el corazón. El Minotauro se desplomó en el suelo. Teseo lo
había vencido.
Largos minutos tardó Teseo hasta que logró reponerse. Enton-
ces, tomó el ovillo y siguió el hilo dorado hasta encontrar la salida
del laberinto. No sólo había conseguido salvar su vida y la de sus
compañeros sino que había salvado a Atenas del horrible tributo.

Al enterarse de la muerte del Minotauro, el rey Minos se encole-
rizó. Por eso, los atenienses debieron apresurar su partida. Antes de
zarpar, Teseo introdujo en secreto a Ariadna en el barco, para cum-
plir su promesa. Con ella se embarcó también Fedra, la hija menor
del rey que no quería separarse de su hermana.
Una terrible tormenta azotó la nave de los atenienses en la
mitad del camino y los obligó a refugiarse en la isla de Naxos.
Cuando los vientos se calmaron, a la hora de partir, Ariadna no apa-
recía.
– ¡Ariadna, hermana! –llamaba la joven Fedra-. – ¿Dónde estás,
Ariadna? –interrogaba en vano Teseo. La buscaron incansablemen-
te pero la princesa nunca apareció. La nave continuó su camino
hacia Atenas.
Se dice que Dionisio, dios del vino y la diversión, halló por azar
a Ariadna llorando afligida por el abandono de su amado Teseo. La
hermosa princesa de Creta recorría con sus ojos ansiosos las rocas
y las blancas arenas de la costa. Dionisio acudió a su encuentro con-
duciendo un carro deslumbrante tirado por fantásticas panteras
aladas. Fascinado por la belleza de Ariadna, la invitó a subir al carro,
la tomó por esposa y la llevó con él al Olimpo, la morada de los
dioses.
Teseo, por su parte, quedó apesadumbrado por la pérdida de
Ariadna. Al acercarse a las costas de Atenas, no recordó la promesa
que había hecho a su padre en el momento de la partida. El barco se
acercaba a la patria con sus velas negras desplegadas, en lugar de
navegar con las blancas que iban a ser la señal de la victoria de
Teseo sobre el Minotauro. Desde lo alto de la ciudad, Egeo vio apro-
ximarse el barco de su hijo con el luto en sus mástiles. Su corazón se
estremeció de dolor al pensar que Teseo había muerto en Creta. Sin
poder soportar la pena, Egeo se arrojó al mar, a ese mar que baña
las costas de Grecia y que, desde entonces, lleva su nombre.
Cuando Teseo desembarcó, supo la noticia de la muerte de su
padre. En medio de su gran tristeza, el joven fue recibido en Atenas
como un héroe y los atenienses lo proclamaron rey. Su reinado
estuvo plagado de luchas y tragedias como lo había estado toda la
vida de Teseo desde su nacimiento, marcado a la vez con el signo de
la gloria y con la sombra de la desgracia.
a llevó con él al Olimpo, la morada de los dioses.



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